martes 30 de abril de 2024
5.6ºc Comodoro Rivadavia

El mirador de los lagos Fontana y La Plata

Por Alejandro Aguado / Texto y dibujo
lunes 01 de abril de 2024
El mirador de los lagos Fontana y La Plata

Un día de enero partimos con Hugo Covaro hacia la cordillera de los Andes. Huíamos de los 40 grados de calor que agobiaban Comodoro Rivadavia, en la costa atlántica. A 140 kilómetros, en Sarmiento, el calor aún sofocaba. Perdimos una hora de viaje inmovilizados por un piquete que cortaba la ruta. El aire acondicionado del vehículo se había quedado sin carga. 120 kilómetros después nos detuvimos a saludar a nuestros amigos de Los Tamariscos. Hacían 32 grados y casi no hablábamos, aturdidos por el calor. Recorrimos otros 79 kilómetros hasta Alto Río Senguer. Los 26 grados que templaban la localidad nos aliviaron. Recorridos otros 80 kilómetros arribamos a la vivienda donde residía Miguel Escobar en el lago Fontana. En el bosque, cerca de la costa del lago, hacían 19 grados. A la noche tuvimos que encender el hogar y una estufa a leña debido al intenso frío. En apenas 419 kilómetros habíamos accedido a otra realidad.

Al día siguiente nos adentramos en los bosques que tapizaban los márgenes de los lagos Fontana y La Plata. Ascendimos una ladera con una camioneta. Circulábamos a paso de hombre por lo que era un sendero que en el pasado fue utilizado para recolectar leña y troncos para aserraderos. Por momentos, de tan estrecha que era la senda, parecía que la camioneta iba a quedar atascada entre los árboles. Recorridos varios kilómetros en ascenso, al cruzar una angostura entre las montañas, accedimos a un valle abierto. Nos detuvimos. Las cortezas de algunos árboles contenían marcas que los ciervos tallaban con sus cornamentas para marcar sus territorios. Los impregnaban con su olor. Comimos y tomamos mate. Frente a nosotros se desplegaba el faldeo de una montaña de cima chata. Lo tapizaba un bosque compacto que en lo alto se interrumpía de golpe para dar lugar a un tramo de tierras desvestidas. Manchones de nieve blanqueaban el sector sin bosque. Cerca de la cima se destacaba el verde intenso de un gran mallín. -“¿Y si vamos hasta allá?. No deben haber más de 500 metros”, desafió Miguel. –“Mínimo son dos o tres kilómetros”, acotamos. Nos calzamos nuestras mochilas y emprendimos el ascenso a pie. Cada tanto el bosque se abría y accedíamos a pequeños claros poblados de flores y plantas que aromatizaban el aire. Visto de lejos el bosque se veía compacto y uniforme. Bajo el camuflaje del follaje el suelo era una sucesión de profundas cicatrices de cauces de arroyos, lomadas y pequeños claros cubiertos de pastizales. El caminante se podía hundir hasta las pantorrillas en mallines en los que el agua se disimulaba entre los pastos. Miguel encontró un árbol que había sido cortado décadas atrás para fabricar tejas de madera, tallándolas con hacha. Era un método de construcción chilena. El tronco y algunas tejas estaban corroídas por el paso del tiempo. Encaramos el último tramo de bosque cortando camino por un claro con una pendiente casi vertical. El suelo estaba minado con huecos que eran guaridas de arañas tarántulas. Al querer reingresar al bosque no encontrábamos por dónde. Los árboles decrecían en altura tornándose arbustivos. Sus ramas se entrelazaban formando un muro compacto. Apartando ramas fui abriendo un túnel por el que nos desplazábamos gateando. No se podía ver a más de un metro de distancia. Tras cruzar otro pequeño claro, tuvimos que repetir el proceso. Avanzar resultó más dificultoso que en el tramo anterior. Debimos movernos rompiendo y apartando ramas, o gateando y caminando sobre ramas y troncos. Parecía que íbamos a quedar aprisionados por el ramerio, que cada vez se hacía más denso. Logramos salir. Se interrumpía de golpe tal como había comenzado.

Lo que desde el valle se veía como tierra sin vegetación era un extenso pedrero. Allí cada cual tomó distinto rumbo. Uno de los manchones de nieve medía centenares de metros de largo y varios metros de grosor. Ascendí el tramo final contorneándola. La cima era una planicie agosta, desprovista de vegetación. El viento helado azotaba con furia y costaba mantenerse en pie. Me tuve que abrigar y avanzar arqueado hacia adelante para soportar el embate. Debajo, sentado junto a la nieve, Covaro se veía diminuto. Hacia el sur la vista resultaba imponente. Se desplegaban los lagos Fontana y La Plata, el río Unión y las altas montañas de la margen sur. Hacia el noroeste las tierras peladas de las cimas se internaban en territorio chileno. Al fondo se elevaban las altas cumbres nevadas de los Andes. Nos reencontramos con Miguel que había ascendido por la mitad del faldeo. Continuamos hacia el extremo oeste de la cima. Descendimos con cierta dificultad por un terreno empinado y de suelo resbaladizo. Arribamos al nacimiento del mallín que había motivado el ascenso. Medía varios centenares de metros. Nos alcanzó Covaro, que llegaba contrariado. Se había empapado los pies por tener que cruzar varios sectores de suelo inundado con agua de deshielo. Para retornar tuvimos que cruzar el mallín. Debimos hacerlo lo más rápido posible para no empantanarnos. Las plantas y arbustos que sobresalían en los sectores más elevados, al pisarlos, parecían flotar en el agua en lugar de asentarse sobre suelo sólido. El avance consistió en pisar y saltar, pisar y saltar. Ese último esfuerzo resultó agotador, y nos faltaban desandar varios kilómetros hasta la camioneta. Los 500 metros estimados por Miguel se transformaron en 10 kilómetros. Desde entonces Covaro recordaba con sorna el equívoco cada vez que surgía el tema durante alguna conversación.

Al día siguiente incursionamos por valles que se adentraban en montañas vecinas, siguiendo el curso del caudaloso arroyo El Pescado. Accedimos a un cañadón encajonado entre paredes a pique, en el que se formaban una sucesión de grandes piletones unidos por pequeñas cascadas. Se trataba de otro paisaje conocido sólo por lugareños.

Miguel propició que en esa ocasión nos apartáramos de los territorios de estepa que solíamos explorar. Con Covaro coincidíamos en que los bosques eran ideales para relajarse durante las vacaciones, pero ese estado que invitaba a la pasividad no nos inspiraba para escribir. Esta incursión resultó diferente porque las actividades recreativas en los lagos, como acampar o pescar, se realizaban en torno a las costas. Abriendo camino por espacios no dedicados al turismo, accedimos a un panorama distinto al habitual.

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