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Hacer ciencia en la Antártida

martes 12 de marzo de 2019
Hacer ciencia en la Antártida

A 60 años de la firma del tratado que permitió la exploración en el increíble continente blanco.



Desde un desierto blanco y remoto, un día de 1985, tres científicos británicos miraron el cielo y dijeron “eureka”: aquel día los británicos Joe Farman, Brian Gardiner y Jon Shanklin estaban de campaña en la Antártida y descubrieron un agujero en la capa de ozono. El hallazgo se publicó en la revista científica Nature y dio pistas reveladoras del nivel de avance de la contaminación atmosférica, sirvió de alerta a la comunidad mundial sobre la posible expansión del agujero a otras partes del mundo y puso en agenda los peligros para la salud de, por ejemplo, la exposición al sol. Todo eso sucedió gracias a que en 1959, el mundo se había puesto de acuerdo en consagrar a la superficie de la Antártida como un lugar que, por su peculiar biodiversidad, debía ser casi exclusivo para la exploración científica. El Tratado Antártico, firmado por una docena de países -entre ellos la Argentina- estableció: “La Antártida será una reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia”. Y así es hasta hoy.

Pasaron sesenta años de esa firma y el Tratado Antártico sigue vigente, ahora reconocido por 48 naciones.

Año a año, un puñado de científicos de distintas nacionalidades se embarcan o vuelan para instalarse e investigar en diferentes rincones de sus 14 millones de kilómetros cuadrados, entre ellos, muchos investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). “Trabajar haciendo ciencia en una base antártica es una experiencia única”, comenta desde la Base Marambio Sergio Dasso, investigador principal del Instituto de Astronomía y Física del Espacio (IAFE, CONICET-UBA) y profesor en los Departamentos de Ciencias de los Océanos y la Atmósfera (DCAO) y de Física (DF), de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Dasso se encuentra allí, instalando el primer detector de rayos cósmicos por radiación Cherenkov que se ubica en una base Argentina en la Antártida.

“Acá –agrega Dasso- se combina vivir en un clima tan hostil y en una comunidad cerrada, y realizar ciencia en condiciones extremas similares al aislamiento en una estación espacial”.

Entre las maravillas naturales que pudo ver Dasso durante su estadía, enumera desde los diferentes matices que presenta cada día ante sus ojos el mar de Weddell hasta la posibilidad de ver sus impresionantes témpanos flotando. “Por otro lado, aquí el dinero no existe y este aspecto también implica un cambio muy interesante en el modo de vivir”, advierte. En cuanto a lo hostil del clima, dice que “el desafío es extremo: la planificación del trabajo depende fuertemente de las condiciones de cada día, ya que se deben evaluar muy bien como las tareas en función de los vientos, la intensidad de la nieve, la temperatura. La planificación debe ser impecable, ya que aquí no existen lugares donde comprar repuestos o componentes, por lo que todo debe ser exhaustivamente planificado y considerado antes de realizar la campaña”.

Eugenia Moreira es investigadora asistente del CONICET y también forma parte del Instituto Antártico Argentino (IAA) en la División de Ictiología. Como doctora en Ciencias Naturales, participa de campañas antárticas desde 2008. “Tener la oportunidad de hacer ciencia en Antártida es fascinante –dice-. Llegar al continente blanco es una aventura en sí misma. Se puede llegar en avión o en barco, el viaje es largo e impredecible ya que uno queda a merced de las inclemencias del clima.

El hecho de que sea un lugar inhóspito con veranos de días largos, aunque fríos y ventosos, lo hace un lugar muy especial; y cada vez que salimos a pescar disfruto de los bellos y cambiantes paisajes, sobre todo de sus hermosos atardeceres, y de sus peculiares animales”.

Para ella, aunque las condiciones climáticas de la Antártida puedan ser difíciles, “es un lugar que brinda un escenario maravilloso y cada temporada disfruto mirando el Glaciar a través de la ventana del laboratorio.

El mayor sacrificio de hacer ciencia acá es estar lejos de nuestros afectos, pero se compensa con un grupo humano solidario, con el que se comparten no sólo las experiencias profesionales, se aprende desde la cooperación y la convivencia entre pares, y que sabe que todo esfuerzo es válido cuando hay una pasión que nos motiva a seguir adelante”.

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